viernes, 8 de febrero de 2008

Fernando Alberto Rivero Vélez.

Fernando Rivero siempre fue caracterizado como un tipo muy violento, consumidor habitual de drogas duras y experto en artes marciales.
A Rivero, se lo conocía como “El Loco” dentro del mundo de las drogas.

En la noche del 1 de julio de 1998, Rivero tenía todo calculado para dar su “gran golpe”.

Definitivamente así fue, una serie de asesinatos fueron cometidos en el hotel “Reyes Católicos”, en Madrid. Desde muy pequeño, Rivero estuvo sumergido en el mundo de las drogas. Con tan solo 13 años, ya fumaba unos seis porros diarios. A los 16 era consumidor habitual de disolvente, a los 17 experimentó con las anfetaminas y con el LSD hasta llegar a la cocaína, sin duda su droga preferida.

A los 29 años, no podía vivir sin su dosis diaria de coca, la que “equilibraba” con chutes de heroína, su otro alcaloide predilecto.

Para aquel entonces, el abuso de estupefacientes le había dejado graves secuelas psíquicas: oía voces, tenía ataques paranoicos, alucinaba y hasta veía objetos y personas a su alrededor.

En el poblado La Rosilla, Rivero contaba ya con 12 antecedentes en su expediente criminal, entre los cuales podemos mencionar atracos, robos con fuerza, falsificación de documentos, lesiones y atentado a la autoridad.

El robo era habitual para poder sustentar sus vicios, y de vez en cuando tenia que realizar alguna que otra estafa.
Pero hasta el momento, solo había pasado unas pequeñas temporadas a la sombra por delitos menores.

En el año 1993, el cuerpo psiquiátrico del Hospital Gómez Ullúa le dictaminó “trastorno de personalidad con rasgos psicopáticos”, lo que lo exoneró de hacer el servicio militar.
Harto de estar siempre metido en asuntos menores, Rivero se decidió a dar un gran golpe, que lo dejara bien parado de una vez por todas.

Para ello había comprado unos rollos de cinta adhesiva, un cutter, y tenía preparada su escopeta.

Para este golpe, había pensado en el hotel Reyes Católicos, ubicado en pleno centro de Madrid. Debido a los encuentros que había mantenido años atrás con el propietario del hotel, a cambio de dinero y de un lugar donde dormir, Rivero tenía la información de que a principios de mes, el dueño sacaba dinero del banco para pagar las nominas de los empleados.
La noche del miércoles 1 de julio de 1998, Fernando Rivero ya tenía su gramo de coca colombiana recorriendo sus venas, era de lo mejorcito que tenían los gitanos de La Rosilla.

Con la suficiente decisión para concretar el golpe ansiado, telefoneó al hotel para reservar una habitación, ya que sabía que sin reserva no le dejarían entrar. “A nombre de Rivero”, dijo al conserje.
Se dirigió camino hacia el hotel, con la sangre fría y la cabeza caliente.


Tenía todo perfectamente planeado: amenazaría con el cutter al conserje ante el menor descuido y lo ataría con la cinta de embalar. Por si las cosas se ponían feas, llevaba su escopeta cargada, camuflada en una caja de cartón.


Al llegar al hotel depositó la caja de cartón en el mostrador. Cuando el recepcionista fue a darle la llave de la habitación 106, abrió la caja, sacó una escopeta y dijo: “Tú ya estás muerto”.
A partir de este momento, nada salió como estaba planeado.

La turista norteamericana Noranne Siemers, que se encontraba hospedada en el hotel, fue la primera testigo de la escena del crimen.

Tras escuchar tres detonaciones, la familia Siemers, residente en la tercera planta del establecimiento, quiso comunicarse con la conserjería. Al comprobar que nadie respondía, la mujer decidió bajar acompañada de su hija. Al llegar al principal, antes de alcanzar la planta baja, se encontró con un panorama desolador:

dos cadáveres, maniatados, degollados y con heridas de bala se encontraban en el suelo. El pánico las hizo volver instantáneamente a su habitación.

Las victimas eran Rubén Darío Vallina, de 20 años y recepcionista del hotel y Juan Ignacio Arranz, un toledano que hacía tiempo vivía en Madrid dedicado a la hostelería.

En ese momento, Arranz tuvo la mala fortuna de llegar al hotel casi al mismo tiempo que Rivero.
Iba acompañado de Margarita, su compañera sentimental, quien fue la tercera víctima de este brutal crimen. Salvó su vida de milagro. El corte en el cuello que Rivero le propinó con su cutter no fue lo suficientemente profundo como para matarla. Y no le disparó, pues “El Loco” la creyó muerta. Así fue como se convirtió en la única testigo presencial de esta masacre.

Margarita relató como este hombre ingresó por el hall y les dijo que era un atraco, que le acompañasen. Al llegar al primer rellano, se encontró con Rubén Darío, que estaba amordazado y maniatado en el suelo.
Cuando Rivero comenzó a atarla le pidió con tranquilidad: “Por favor, tenga cuidado, que tengo asma”. “Tranquila, dentro de poco ya no tendrás que preocuparte del asma”, le contestó él, acto seguido le cortó el cuello y cayó al suelo. En todo momento estuvo consciente y pudo escuchar las quejas de Rubén mientras era degollado, las súplicas de Juan Ignacio pidiendo a Rivero que no acabara con su vida, así como las detonaciones finales. Sin más cartuchos, se acercó a Margarita y levantó su cabeza cogiéndola por el pelo. Margarita se había desmayado, Rivero la dio por muerta.
Terminada la matanza, el criminal prosiguió la búsqueda del dinero en las dependencias del hotel. En ese momento, Margarita recobró el conocimiento. Como pudo se repuso, taponó su herida con una camisa y se dirigió a la planta baja.

Entretanto, el asesino había vuelto al lugar del crimen. Al ver que Margarita había desaparecido, se asustó y bajó corriendo a la recepción. Presa del nerviosismo, revolvió los cajones, sin encontrar las 19.000 pesetas que había, y empezó a golpear el ordenador del vestíbulo en un intento de borrar de la memoria su reserva en el hotel.

Al ver que Rivero todavía se encontraba en el hotel revolviendo los papeles, Margarita regresó a pedir ayuda en las habitaciones superiores, mientras se iba desangrando, sin que nadie le abriera la puerta. Una vez que escuchó la marcha del asesino, volvió a la recepción. Llamó entonces por teléfono a un servicio de urgencia regional. Tampoco la respondieron.

Fue después de llamar a la Policía cuando salió a la calle en busca de ayuda. Un taxista la llevó a un hospital.
Lo que Margarita relató a la policía coincidía exactamente con la reconstrucción del crimen.

Aunque todavía no se conocía al autor del crimen. Había dejado la caja en la que camufló la escopeta en la recepción del hotel. Esto no hubiera sido importante de no ser porque llevaba impresa la dirección de una tienda de muebles de Alcalá de Henares.
Un policía recordó que cerca de esa calle vivía un conocido delincuente llamado Fernando Alberto Rivero Vélez. También, el hecho de que el asesino rompiera la pantalla del ordenador, sirvió a la policía para comenzar la identificación entre los clientes del hotel. De hecho, poco tiempo después encontraron la ficha escrita por el conserje, donde constaba la reserva realizada a nombre de Rivero. Todo cuadraba, el asesino había sido identificado.

Minutos después de haber cometido semejante crimen, “El Loco” fue en búsqueda de su novia Olivia Aceituno, que trabajaba en un bar de carretera hasta altas horas de la noche.

Se encontraba algo nervioso aquella madrugada, y le dijo que quería marcharse a otro lugar para evitar enfrentarse al juicio que tenía al día siguiente por una de sus causas pendientes. Entonces emprendieron la huida hacia Castilblanco, un pueblo de Badajoz donde los padres de Olivia tenían un piso desocupado.
Rivero volvió a cometer otro grave error, el que le costaría que lo apresaran sin ninguna complicación. Un confidente de la policía había recibido una llamada de Rivero, donde figuraba el número desde donde la había realizado.

La mañana del sábado, a menos de tres días de haber cometido el crimen, Rivero fue atrapado por los agentes del grupo de homicidios de la Brigada de Policía Judicial y de la comisaría de Alcalá.
Rivero fue trasladado a la cárcel de Badajoz.

Durante un traslado a la Audiencia Provincial de Guadalajara, consiguió fugarse esposado tras golpear con un candelabro al guardia civil que lo acompañó al baño.

Aunque poco duró la fuga de “El Loco”, anduvo vagabundeando por La Rosilla, e incluso estuvo trabajando en la cocina de una ONG.Pero fue localizado y reingresado en prisión.

El diagnóstico efectuado por el psiquiatra (única persona que escuchó la confesión de Rivero sobre el crimen) fue contundente: “elevada peligrosidad debido a la indiferencia a las normas, frialdad de ánimo e incapacidad para aprender con la experiencia“.El mismo médico de la unidad penitenciaria de Valdemoro relató las palabras de Rivero:
“aquella noche perdí el control de mis acciones, oía voces, había algo superior a mí que no podía controlar“.

Recientemente, Fernando Rivero protagonizó otro episodio violento, mientras se encontraba en la prisión de Aranjuez, donde apuñaló mortalmente a otro interno.